miércoles, 11 de abril de 2012

¡Te están llamando, deprisa, levanta la mano!

“¡Vicente, despierta!”  

Me advirtió Víctor, que se había sentado al final de la clase, justo detrás de mí.  

Noté que alguien me golpeaba el hombro y, aturdido, levanté la cabeza mirando al frente, casi cegado por la luz del sol, sin poder observar muy bien que es lo que estaba pasando...  

- “¡Vicente, te están llamando, deprisa, levanta la mano!”, se apresuró Félix a indicarme.  

Bastante desconcertado, miré hacia atrás y vi a mis dos compañeros de COU ( Curso de Orientación Universitaria) -previo a la entrada a la Universidad, y  último del bachillerato- con cara de apuro e insistentes, diciendo esta vez los dos a la vez en voz baja pero lo suficientemente fuerte para que solo yo pudiera oír perfectamente:  

- “¡Levanta la mano, que te está llamando la profesora!”.  

Todavía aturdido a esas horas de la mañana, y sin saber exactamente porqué debía de hacerlo, instintivamente alcé la mano, pensando que quizás Ascen, la profesora de Lengua Valenciana (quien ya nos conocía del año anterior) estuviera pasando lista y que si yo no levantaba la mano como señal de presencia, podría quedar muy mal el primer día de clase de ese curso de 1987.  

La profesora vio mi mano alzada, y yo pude observar como, con cierta contención,  su cara se iluminaba diciendo:  

- “Por fin, un voluntario. Gracias Vicente”, dijo la profesora…  

“¿Qué?, ¿Cómo "voluntario"?, ¿Qué está pasando aquí?, ¿Voluntario para qué?”... pensé, mientras oía las risitas soterradas de mis dos compañeros, que se desternillaban detrás de mí, en los últimos pupitres de esa amplia aula cuyas paredes eran extensos ventanales.  

Y la profesora, añadió:  

“Al menos con el último tema que os he propuesto ha salido un voluntario que lo preparará como trabajo de final de curso. Ya os he contado que la calificación de la asignatura de Lengua Valenciana, este curso, cuenta para vuestra nota final de selectividad, y que si trabajáis esta asignatura con seriedad, podréis obtener algunas décimas más para conseguir una puntuación que os permita entrar en la Universidad en la carrera que elijáis”.  

Selectividad era el exámen que todos los alumnos tenían que realizar para entrar en cualquier Universidad española, y se realizaba al final de ese curso. Con la calificación de ese examen se hacia media de las notas del bachillerato y te daba una nota global con la que competías por las plazas de la carrera y centro al que querías acceder.    

Continuó Ascen:  

- “Me apena que solo Vicente haya alzado la mano para hacer uno de estos trabajos voluntarios, el de la normalización lingüística. Deberíais tomar ejemplo del interés mostrado por Vicente. Tenéis 17 ó 18 años y os aseguro que los estudios se sacan con esfuerzo e interés, no podéis seguir siendo tan adolescentes. Vicente, al terminar la clase de hoy ven a hablar conmigo que te indicaré todo el material que necesitarás para preparar el trabajo, vas a tener que leer mucho”.    

Victor y Félix ya no pudieron aguantar más y estallaron en una carcajada contenida, al haber conseguido que me metiera en aquel lío sin que yo me diera cuenta cómo.  

Yo todavía permanecía con la mano levantada sin saber muy bien porqué, boquiabierto y sin haber podido articular palabra… y comencé a entender la bromita que me habían preparado.

Ascen había estado desde el principio de la clase presentando varios temas relativos a esta asignatura con el objeto de que, "voluntariamente" , los alumnos presentáramos trabajos para complementar la evaluación final de la asignatura. Pero tras introducir media docena de ellos, que había ido escribiendo en la pizarra, ningún alumno había hecho aprecio de la iniciativa de la profesora y el asunto iba a quedar desierto.

Cuando, totalmente ausente de lo que pasaba en el aula y arengado por mis compañeros, levanté la mano apareciendo como el primer y único voluntario…  

Después de unos momentos, ya comprendí lo sucedido. Me di la vuelta hacia mis dos compañeros y les dije mirándoles con ojos todavía algo confusos:

- “Cabrones, habéis hecho que tenga que hacer ese trabajo, no tengo ni idea, y encima seré el único de la clase que lo tenga que hacer. Sois unos cabrones, que lo sepáis”  

A lo que ellos reaccionaron dándome un cariñoso golpe en el hombro y riéndose todavía más, diciendo:

“¡¡Es que estás siempre en las nubes!!”

Me sentí mal durante un buen rato. Me preguntaba el porqué era tan fácil tomarme el pelo y embaucarme con casi cualquier cosa. Después de ese rato comprendí que, a pesar de mi despiste matutino, (era la primera hora de la mañana del primer día de clase) la cosa no era tan grave. Al fin de cuentas, únicamente tendría que hacer un trabajo, que además, podría hasta ayudarme en mi nota clasificatoria para la entrada en la Universidad.

Con ese pensamiento en positivo, se me pasó la frustración, y, sin hacer mucho caso a lo que se comentaba en esa hora de Lengua Valenciana, la cual yo hablaba desde niño porque era la lengua de mis abuelos y también mis padres la utilizaban para hablar entre ellos, y que se estudiaba desde 5 cursos atrás, sí que busqué y pude encontrar un momento de reflexión …  

¿Dónde había dejado yo mis pensamientos antes que esos dos compañeros me interrumpieran?... ¡Ahhhhh! sí…  claro… Mmmm… Einstein, Lorentz, Michelson y Morley, la velocidad de la luz. Rápidamente rebobiné en mi memoria y retomé lo que había ocurrido ese verano hasta esa misma mañana…  

El curso anterior había terminado con el comienzo del verano y a mí me habían salido muy bien las cosas en el bachillerato. Superé todas las asignaturas en Junio, algunas de ellas con muy buenas calificaciones. Matemáticas, Física, Química con notas excelentes. Las demás con mayor o menor calificación, pero sin problema alguno.  

No así les había sucedido a mis amigos más cercanos, que debían estudiar en verano alguna asignatura no superada para recuperarla en los exámenes de septiembre. Así que, me encontré todo un verano de estudiante de bachillerato, con 17 años, enterito para mí, ya que a ninguno de mis amigos, con los que salía regularmente a divertirme, les estaba permitido salir entre semana a cosa alguna que no fuera el estudio. Las cosas entonces eran así….  

El verano, pues, se me antojaba muy largo y aburrido, además de triste debido a que ya ese invierno tuve mi primer desengaño amoroso, como cualquier otro adolescente cargado de hormonas. Pero a los pocos días de comprender mi situación, pensé que era una oportunidad de dedicarme a todas aquellas cosas que únicamente me gustaban a mí, y no a la gran mayoría de la gente que conocía.  

Disponía de tres meses enteros de ese verano, y, desde la mañana a bien entrada la noche, todos los días, repartiría y sacaría tiempo para cacharrear con mis microordenadores, de los que ya contaba con cuatro modelos que progresivamente había podido disfrutar: Sinclar ZX81, Sinclair ZX Spectrum, un Amstrad CPC6128 y un Amstrad compatible con el IBM PC.  

Mi pequeña habitación del apartamento de la playa parecía un laboratorio de sistemas y de radiofrecuencia -también era radioaficionado con licencia desde los 14 años, y yo mismo había instalado antenas en las azoteas de la casa familiar y el bloque de apartamentos donde veraneábamos y me fabricaba algunos de mis propios equipos con los conceptos de microelectrónica que desde años me fascinaba- en vez de la habitación de un adolescente de mi edad.  

Además, para no perder contacto con mis amigos, y de paso, aprovechar mi gran pasión por las matemáticas y la física, me apunté a las clases de repaso de mis compañeros que no habían podido superar esas asignaturas, para que me sirviera de refuerzo. Yo disfrutaba haciendo derivadas e integrales, resolviendo sistemas de ecuaciones lineales y cualquier problema de cálculo. Llegué a resolver algunos de estos problemas mentalmente, sin necesidad de apoyarme en el papel. Incluso Enrique, el profesor de matemáticas, que sabía de mi gusto por los ordenadores, me daba algoritmos de cálculo numérico para que los programara.

Además de consolidar y avanzar mis conocimientos de cálculo, álgebra y física, ese verano devoré todo lo que caía en mis manos sobre informática, los sistemas operativos CP/M y DOS y a la programación en C y  Pascal, además de la de Basic, COBOL y ensamblador que también había aprendido por mí solo.  

Tengo que reconocer que esa forma de ser era realmente extraña para un muchacho de 17 años en la España de 1987. Ordenadores, sistemas de radiofrecuencia, informática, electrónica, comunicaciones… ni que decir tiene que la Internet que hoy todos conocemos empezaría a salir al público 4 años más tarde, hacia 1991. Mis amigos y amigas, y creo que mis hermanos y familiares, me veían como un ser realmente extraño, aunque afable y todavía  comunicativo.  

Así estaba pasando yo todo el verano, metido entre apuntes, ordenadores, libros, algo de piscina o playa cada día, pero muy poquito, hasta que unos quince días antes de incorporarme a las clases de COU, me dio por leerme un tratado de física y química completo, que encontré por casa. Se trataba de la obra “Introducción a la ciencia” de Isaac Asimov, editado en una colección de “Biblioteca Científica” de la conocida revista “Muy Interesante”. Libros que yo tenía en la cabecera de la cama casi de adorno, y que ya llevaban allí unos años, y que desprendían ese característico olor a polvo cuando uno se llevaba el lomo del libro a la nariz…  

El primer tomo era de ciencias físicas, donde Asimov, con su lenguaje divulgativo de fácil lectura hacía un repaso a los conceptos de física clásica. Lo empecé a leer capítulo por capítulo, pero pronto me cansé, porque muchos conceptos ya los conocía.  

Así que pasé al segundo tomo, este de ciencias biológicas. Aunque me resultaba interesante, no era tanto como para leerme un tomo completo. Y estuve hojeándolo hasta el final, donde en el último capítulo, ¡ZAS!, encontré…. :“La teoría especial de la relatividad de Einstein”, explicada por Isaac Asimov.   ¡Yo no me lo podía creer!. ¡La famosísima y mismísima Teoría de la Relatividad, allí explicada en el último y recóndito capítulo de un tomo de ciencias Biológicas, en forma de anexo a toda la obra de introducción a la ciencia!.  

Recuerdo haber sentido verdadera emoción al encontrar aquel capítulo. Con mi interés insaciable por las matemáticas y la física, yo había estado preguntando durante años a profesores y buscando por librerías (¡¡¡Entonces no había Internet!!!!), algún libro que me explicara qué rayos era esa Teoría de la que todo el mundo hablaba como complicadísima, siempre en vano. Los profesores no se querían meter en ese tema, y no había libros de texto accesibles a un jovencito de mi edad para poder tener, al menos, una introducción a los fundamentos matemáticos de la Teoría física más famosa.  

Increíble pero cierto: , allí estaba ese capítulo. Y por supuesto, que me iba a atrever con La Teoría de la Relatividad y la iba a leer. ¿Qué es lo que allí iba a encontrar…? …El capítulo no tenía más de 30 páginas. Y lo leí completamente en no mucho más de dos horas esa misma noche.  

Después de eso, no pude dormir ni esa noche, ni la siguiente.  

Aunque parezca atrevido decirlo, la explicación de la Teoría de la Relatividad de Einstein por Isaac Asimov, me pareció no solamente clara, sino sencilla.  

Bien, tenia algunos cálculos matemáticos hasta llegar al famoso E=mc2, pero tampoco eran tan difíciles, estaban al nivel del último curso de bachillerato, o como mucho, primer curso de una carrera técnica o de ingeniería. Lo cual me sorprendió, pues yo presuponía el desarrollo matemático tremendamente complejo, dada la fama que precedía a la Teoría.

Pero eso no es lo que me dejó intranquilo como para no dormir en dos noches seguidas.  

El problema es que Isaac Asimov explicaba de forma tremendamente clara de donde venían los orígenes del problema que la Teoría de la Relatividad pretendía resolver.  

Y básicamente todo comenzó con un experimento, realizado en Boston en 1887, por Michelson y Morley, dos científicos Norteamericanos que pretendían hallar el movimiento de la Tierra con respecto a un supuesto “éter” sobre el que flotaría la Tierra, o dicho de otra manera, con respecto a un supuesto centro del universo, con un aparato denominado interferómetro óptico. En resumen, estos dos científicos querían saber la velocidad  relativa de la tierra dentro de nuestro Universo.  

Para ello, estos dos científicos construyeron un aparato, el interferómetro mencionado, que mediante cruces de rayos de luz y espejos estratégicamente situados, trataban de encontrar diferencias de velocidades de tales rayos y de esa manera sacar la relación buscada.  

Pero el experimento resultó en un auténtico fracaso, en un resultado que nadie se esperaba. Todas las medidas que el dispositivo hacía en cualquier dirección daban lo mismo: No había diferencia de velocidades, y por lo tanto, según este experimento, la Tierra no se estaba moviendo.  

Las explicaciones a ese resultado eran todas insólitas: o bien era como si la Tierra no se estuviera moviendo, lo cual era imposible por la propia experiencia y conocimiento del sistema solar que teníamos; o bien sucedía que la Tierra fuera el mismísimo centro del Universo. Lo cual tampoco tenía sentido astronómico, ya que, se habían calculado las órbitas de muchos planetas, cometas y astros, y la Tierra no constituía ningún centro Universal.  

La última opción que se les ocurrió a los científicos era simplemente decir, que la luz se transmite en todas las direcciones a la misma velocidad, no importa en qué sentido, e indistintamente de hacia donde se enfoque la fuente de luz. Y punto. Ya. Problema resuelto. La culpa la tiene la luz, la velocidad de la luz que es constante.  

Más tarde Lorentz, otro físico, se dio cuenta que en tal caso, en el que la luz tuviera una velocidad constante sea cual sea el sentido del movimiento de un objeto que emitiera luz, haría que las cuentas no cuadraran en el caso que el objeto de medida (interferómetro) se desplazara a velocidades cercanas a la de la luz, y que la única manera de hacer que las cuentas cuadraran sería que la longitud del objeto se redujera en un determinado término o cantidad, proporcional a la raíz cuadrada de la relación de velocidades, la de la luz, y la del objeto que se desplaza.  

Básicamente era un arreglo matemático, un “truco” para que las ecuaciones cuadraran. Y que casualmente, ese término aparecía también en las ecuaciones de otro científico que estudió el electromagnetismo, llamado Maxwell. Se podría haber puesto cualquier otra relación matemática, pero esa justamente, ya estaba en las ecuaciones de campo de Maxwell, y vaya, caían bien ahí también.  

Y entonces, justo en este punto, es donde viene Einstein: en 1905 recoge esas dos afirmaciones y las pone como hipótesis de trabajo ciertas, en su Teoría especial de la Relatividad que publicaría ese año:  

La primera, que según Michelson y Morley: La velocidad de la Luz es constante en todas las direcciones. Y añade Einstein que además que esta velocidad es insuperable, pues no se ha detectado todavía nada que viaje más rápido que la luz.  

Y la segunda, la de Lorentz, dando como hecho cierto que los objetos se contraen en la dirección de desplazamiento conforme se desplazan a velocidades más y más cercanas a la velocidad de la luz, hasta hacerse de longitud cero a la misma velocidad de la Luz, "c".  

Con esas dos premisas como hipótesis ciertas, es desde donde Einstein construye toda su Teoría de la Relatividad Especial, y no al revés, como mucha gente piensa, y hasta yo creía, que era Einstein quien había “descubierto” que la velocidad de la luz es constante (cuando en realidad vino del experimento de Michelson y Morley) e insuperable, y que los objetos se contraen conforme aceleran (contracción de Lorentz, que no de Einstein).  

Eso fue lo que me dejó sin dormir la primera noche: Me sorprendió enormemente la no complejidad de los cálculos; el origen del problema que se pretendía solucionar (el movimiento de la tierra con respecto a un supuesto centro del universo); el averiguar que la constancia de la velocidad de luz y la supuesta contracción de los objetos que el arreglo matemático que Lorentz proponía, hubiera dado lugar a la Teoría de la Relatividad, y no al contrario, como pensaba -y como mucha gente todavía piensa-, que la Teoría de Einstein demuestra que la velocidad de la luz no se puede rebasar y que a esas velocidades pasan cosas tan extrañas como son la contracción de los objetos y del tiempo.  

Pero en la segunda noche, y tras leer una y otra vez ese anexo de Isaac Asimov, me empezaron a asaltar las siguientes dudas, que tampoco me dejaron dormir.  

Vamos a ver… Michelson y Morley hacen un experimento con haces de luz que arroja unos resultados extraños, y los científicos se ponen a discutir los mismos… ¿Barajaron todas las posibilidades?  

¿A ningún científico de la época se le escapó alguna hipótesis alternativa que explicara por qué ese aparato no detectaba movimiento alguno, distinta a simplemente decir qué lo que pasaba es que la velocidad de la luz es constante en cualquier dirección?

Además… ¿No es un poco contradictorio decir qué no se ha visto ningún objeto que viaje más rápido que la luz, cuando es justamente con la luz con lo que vemos y observamos todos los objetos en movimiento? ¿Cómo sería posible detectar un objeto que vaya más rápido que la luz si el instrumento que utilizamos para medir la velocidad de todos los objetos son nuestros ojos que necesitan de la luz? ¿Estaremos utilizando en ese caso la herramienta adecuada de medida?  

En cuanto a Lorentz y su contracción… ¿Por qué se habría de reducir un objeto justamente en esa cantidad que dice el término que él propuso? ¿Únicamente porque aparecían en las ecuaciones de otro Científico, Maxwell, que sí que había desarrollado su teoría del electromagnetismo con rigor? ¿Qué tenía que ver el electromagnetismo en ese momento con el movimiento rectilíneo de objetos? Me parecía muy gratuito el aseverar que los objetos y el tiempo se contraen simplemente porque así encajan unas formulas con otras… todo porque no se le da una explicación más convincente a un experimento fallido.

En cuanto a Einstein, me parecía fabuloso todo su desarrollo matemático, pero era más monumental la interpretación del cosmos que se desprendía de su teoría, que sigue siendo válida hasta el día de hoy… Pero me daba la impresión, creía yo entender, tenía la intuición de que se basaba en dos hipótesis muy controvertidas, o por lo menos, gratuitas o muy débiles en su discusión científica…, aunque nadie hasta el día de hoy haya podido dar una explicación alternativa. ¿La habría encontrado algún otro físico o matemático?

Así que me quedé tremendamente pensativo, y hasta preocupado por todo ello, los últimos días del verano y cuando el primer día de clase de COU aparecí en el colegio de secundaria, en el que había cursado todo el bachillerato, llegué absorto con toda esa clase de pensamientos que ocupaban mi mente.

Cuando entré en el aula, inmerso en mis elucubraciones, me senté en los pupitres hacia el final de la clase. Y absorto en mis ideas, me llamó la atención el tenue brillo del sol que se filtraba desde fuera del edificio.   Miré hacia afuera por los grandes ventanales y pude apreciar aquellas hermosísimas primeras horas de un día de Septiembre en el Levante mediterráneo, en el que los primeros rayos del sol, que todavía no está alto y apenas calientan la mañana, se filtran entre las hojas de los naranjos, los olivos, los almendros y los pinos. Y casi de casualidad tras atravesar todo ese follaje de árboles y hojas, pude apreciar su color todavía anaranjado y su tenue intensidad, que unido al aroma del campo en el que ese colegio se encontraba, hizo que se me evadiera la mente en mis ideas todavía más profundamente, desconectándome totalmente de la realidad del aula.

Yo observaba hacia afuera tratando de ajustar mi mirada, agachando mi cabeza y levantándola después; para apoyarla finalmente sobre mis brazos cruzados sobre la mesa, pareciendo como si estuviera durmiendo sobre el pupitre. Todo para que aquel débil rayo de luz que tintineaba alcanzase mi retina, siendo entonces que a veces me cegaba momentáneamente, pudiendo en ese instante observar únicamente el contorno de las ultimas hojas de los árboles, y sin poder apreciar nada del resto de la imagen.  

Me preguntaba entonces por todo aquello que había investigado ese verano sobre la velocidad de la luz y por todas las dudas que había sembrado en mí. Y que si la luz en sí podría influir en cómo percibimos la realidad; y si quizás los científicos de finales del siglo XIX y principios del XX no pudieran haber estado cegados por alguna idea preconcebida que, al final, llevara a Einstein a formular la Teoría de la Relatividad basándose en los resultados de Michelson y Morley, y Lorentz… Y si se podría encajar todas esas piezas de alguna forma diferente que diera lugar a una solución más elegante que explicara todo de alguna forma más sencilla e intuitiva… Y en qué función tenía el tiempo en todo esto… Y si alguien ya lo hubiera investigado, y si… y si… y si…  

… Cuando, en medio de esa profundidad de mis pensamientos, de repente noté que me golpeaban en el hombro y oí que me decían apresuradamente:  

- “¡Vicente, te están llamando, deprisa, levanta la mano!”

miércoles, 20 de abril de 2011

¡Niño Vicente, se distrae usted con una mosca!


-          ¡Niño Vicente!, ¡Niño Vicente!, ¡despierte!, ¡se distrae usted con una mosca!
Me espetó el Padre, nuestro profesor-cura de Física y Matemáticas, que se había venido desde la tarima hasta mi propio pupitre, en medio de una general carcajada de la clase.

-          ¡Le estoy llamando a la pizarra desde hace un buen rato y no me hace ni caso! ¡es inaudito!, ¡Salga inmediatamente!


Y añadió:
-          ¿Y se puede saber de qué se ríen tanto todos ustedes? ¡Esto es una clase de Física, no un teatro de comedias! ¡Usted mismo, dígame de qué se ríen!.

-          Padre: es que usted le ha llamado “Niño” Vicente, no simplemente Vicente o por su apellido, como hacen el resto de los profes, comentó uno de mis compañeros, en medio de aquel jolgorio.

-          ¿Y por eso se ríen ustedes?. Pues claro que le he llamado Niño Vicente. ¿Acaso no son ustedes todos unos niños? ¿Se creen unos señores ya?, ¡Están en séptimo de EGB!, tienen 12 ó 13 años. (Todos asentimos con la cabeza). Y usted –señalándome con su mano extendida-  ¿acaso no es Vicente su nombre de pila?.

-          “Sí”, logré pronunciar de manera imperceptible….

-          Aclarado queda, pues, -sentenció-. Salga usted a la pizarra, me trae eso con lo que le acabo de sorprender jugando, y el cuaderno de ejercicios.

Muerto de vergüenza y con la cara visiblemente sonrojada, me levanté del pupitre, que estaba perfectamente alineado con las líneas de separación de las baldosas del suelo, al igual que el resto de mis compañeros, como el Padre nos requería al comienzo de cada clase. Me acerqué a la tarima y entregué los dos objetos al Padre, quien me había precedido por el pasillo que dejaban las dos perfectamente alineadas filas de pupitres.

-          Padre… yo… es que…
-          ¡Es que, Huesca!, no se excuse. Vamos a ver… lo de la peonza ésta o lo que sea, se lo voy a pasar porque es usted un niño (subrayándolo con la entonación) muy serio y buen alumno de mis clases. Pero necesito ver una cosa en su cuaderno. Acérquemelo, por favor.

Lo tomó y revisó las diez primeras páginas.
-          Efectivamente, me lo imaginaba. Desde el principio de curso me he dado cuenta que no canta usted el Rorate al comienzo de clase como todos sus compañeros. No tiene usted copiado el texto de la canción en él, ni el de otras muchas. ¿por qué?
-          Padre, es que el primer día de clase no vine. Y como esta canción es en latín, pues no lo entiendo y no he conseguido aprenderlo de memoria.
-          ¿Y es ahora cuando lo dice usted? ¡Pero si estamos casi a fin de curso!. ¿Tan vergonzoso es usted que no le ha pedido a ningún compañero o a mí mismo que le diéramos el texto de la canción y se lo copiara y la aprendiera?

Me quedé callado y cabizbajo conteniendo todavía más mi sonrojo. El Padre se dio cuenta de mi apuro e inmediatamente pasó al grano.

-          Bueno, venga,  no importa, borre la pizarra y tome la tiza que le voy a dictar un problema. Ya sabe, haga una línea de separación en la pizarra, y a la izquierda vaya apuntando los datos conforme los vaya capturando de mi dictado. El resto, copien exactamente lo que voy a dictar y traten de resolver el problema a la vez que el Niño Vicente.

Se oyó un suave y característico ruido en toda la clase. Todos los niños abrieron sus cuadernos por la última página escrita, tomando un bolígrafo rojo para enumerar el problema; otro azul o negro para tomar dictado; y disponiendo convenientemente un lapicero y goma de borrar para resolverlo después, siguiendo las instrucciones que el padre nos había hecho seguir desde el principio de curso.

Comenzó el padre, con su característica dicción muy pausada para que nos diera tiempo a escribir:

- “Es muy corto: Cal-cu-laaaaar la dis-taaaaan-cia a la que hay que co-lo-caaaar un ob-je-to de maaaaa-sa eme en-tre La tieeeee-rra y La Luuuu-na pa-ra que és-te no se mue-va ni en un sen-tiiiii-do ni en o-tro. Ma-sa de la Tieeee-rra son seis por diez ele-va-do a vein-ti-cuaaatrooo ki-lo-gra-mos, La Ma-sa de la luuuu-na es la sex-ta par-te de la de la tie-rra, la cons-tan-te de gra-vi-ta-ción uni-ver-sal es se-is coooo-ma sieeeeee-te  por diez ele-vaaaa-do a meeeee-nos on-ce”,

Todos mis compañeros escribían al dictado del padre, mientras yo me desenvolvía en la Pizarra a toda velocidad, apuntando los datos al vuelo.

-          ¿Ya lo tienen todo?... ¿Sí?... ¿repito algo?..., ¿No?, pues comience, Niño Vicente.

-          Padre, me falta un dato –me atreví a decir inmediatamente.

El Padre, con visible sorpresa, se giró hacia la pizarra, pronunciando a la vez un enigmático “¿cómo?”, vio lo que había estado yo escribiendo velozmente mientras él dictaba lentamente el problema a mis compañeros, levantó una ceja (cosa que solo pude apreciar yo), he hizo una inusual pausa.

Aprecié como sus pupilas se movían de un a lado a otro, repasando lo que yo había escrito. Por un momento pensé que me iba a recriminar la caligrafía –él nos insistía mucho en    que la caligrafía en Física y Matemáticas era esencial para distinguir bien lo que era una variable o incógnita (las equis), de lo que era un número, o de lo que era una constante, como la c, que es la constante de la velocidad de la luz, que viene del latín celéritas, que significa justo eso, velocidad-

Tras unos interminables segundos, en los que yo también había estado visualmente repasando lo escrito, buscando donde me habría podido colar, o si se me había escapado alguna x con caligrafía de aspas, las cuales odiaba el padre, éste dijo:

-          “La distancia de la Tierra a la Luna es D mayúscula, no importa su valor, déjelo indicado tal como lo ha escrito. Muy bien. Vaya al otro extremo de la pizarra, junto a la papelera. Yo explicaré su solución.”

El Padre entonces explicó en detalle primero a la izquierda de la pizarra los datos que había escrito, repasando que las magnitudes estuvieran correctas, y después explicando el planteamiento del problema, que básicamente se trataba de igualar las dos fuerzas de atracción sobre el objeto ficticio entre la Tierra y la Luna. Explicó que el único “truco” era poner las distancias de la tierra al objeto y del objeto a la Luna con la misma variable. Y que por eso me faltaba el dato de la distancia de la tierra a la Luna, y que dejar D “indicado” era una solución válida.

-“Muy bien, Niño Vicente, siéntese. Y pídale al Niño Enrique, que es su compañero que tiene a su espalda durante toda la EGB, que le deje el ver el texto del Rorate, y se lo copia. Y el resto de canciones que no tenga, también”

Tomé mi cuaderno y mi peonza –o lo que fuera- de la mesa del profe, y me fui notablemente más relajado a mi pupitre. Cuando estaba llegando y dándome la vuelta para tomar asiento, el padre, dirigiéndose a mí, dijo:

- “Veo que usted ha entendido sorprendentemente bien los conceptos de la Gravitación Universal de Isaac Newton. No se enjugace usted con cualquier cosa, como está haciendo últimamente, es una pena que le tenga que llamar la atención por estar distraído.”


Han pasado aproximadamente 30 años desde aquella clase de Física con el Padre y todavía la recuerdo vividamente. Quizás sea porque el Padre era un docente extraordinario. Fue quizás el mejor profesor que tuvimos nunca. Incluso aquellos compañeros que eran claramente de “letras”, reconocían que con el Padre aprendías Matemáticas y Física “aunque no quisieras”, textualmente.

Éste era un Padre fuera de lo común. Enseñaba Física, Química y Matemáticas con emoción, ilusión, completa devoción por la enseñanza y alegría. No se limitaba a explicar el currículo de la asignatura, sino que además contaba anécdotas sobre los matemáticos y científicos de los que íbamos a aprender y disponía para nosotros de clases en donde experimentábamos en directo con la Física. Memorable fue aquel día que para demostrarnos la existencia y potencias de los campos electromagnéticos, conectó a la red un transformador, éste a un polo metálico,  y sujetando con una mano un tubo fluorescente de los que alumbraban las clases, tocó el polo metálico, la corriente pasó a través de él, erizándole todo el canoso cabello y encendiendo el tubo fluorescente, ante la completa estupefacción de todos los niños de clase….

Yo era uno de los ojitos derechos del padre, porque me encantaban las matemáticas, la física y la quimíca, disfrutaba en sus clases y disfrutaba estudiando y ampliando conocimientos con cualquier libro de los que tuviéramos por casa que me pudiera enseñar algo adicional.

Y como además era yo un chico muy tímido a la vez que serio, supongo que por eso le extrañó mucho más pillarme jugando con algo parecido a una peonza, que el hecho de no haber preguntado a un compañero por el texto de las canciones y salmos que todos los días por la mañana, durante los primeros 5 minutos de las clases de matemáticas, dedicábamos con él a cantar.

Bien, pues ahora contaré qué era esa peonza…

Yo había seguido con total interés todo el curso y todas las clases del padre. Me encantaba ampliar conocimientos y en realidad, solo estudiaba aquello que me interesaba. En casa teníamos muchos libros de física y matemáticas, y también enciclopedias. Las explicaciones del padre sobre el giro copernicano de Nicolás Copérnico, el estudio y conclusiones de Kepler sobre el movimiento de los astros, y la física newtoniana, me habían fascinado y todos los días, al volver a casa, devoraba con avidez cualquier lectura que me permitiera saber más. Mi padre de joven había sido una aficionado a la astronomía y, además de muchos libros que trataban del tema, incluso disponía de un pequeño telescopio de fabricación rusa. En semejante entorno, se puede entender que todo ello me hiciera pensar continuamente en cómo aquellas personas como Copérnico, Kepler o Newton habrían conseguido imaginarse que el movimiento de los astros se correspondía a unas determinadas leyes geométricas y matemáticas, y cómo podían haber llegado a deducirlas. Me parecía simplemente fabuloso e inalcanzable para una persona normal hacer tal ejercicio de abstracción.

Un día buscando entre los trastos que venían de casa de mis abuelos paternos, que ya hacía unos años que fallecieron, encontré un extraño juguete. Se asemejaba a una peonza metálica, pero tenía un eje metálico en forma de hélice estrecha atravesándolo, y un manguito en el que haciendo fuerza hacia abajo, hacía girar la peonza metálica sobre sí misma. En realidad no era un juguete para un niño de 12 ó 13 años, sino más bien para un niño de 5 ó 6 años. A mí ya me interesaban oros “juguetes” como el reciente microordenador Sinclair… Hacer girar una peonza o lo que sea que se llamara, tampoco es tan interesante…. A no ser que… claro… ese juguete tuviera pintado en la parte metálica ancha  de la peonza… ¡planetas!.

Así que cuando vi el cacharro y comprendí como funcionaba, me enamoré de él y lo llevé a clase para comentarle al padre todo aquello que ese artefacto me había hecho pensar: mientras yo hacía fuerza verticalmente, ésta se trasmitía por el eje en forma de hélice y se convertía finalmente en un movimiento circular, que hacía girar a los planetas pintados sobre la peonza entorno al centro, donde se encontraba el eje , de forma similar al que hacen los planetas verdaderos del sistema solar alrededor del sol. La única diferencia que yo veía es que, claro, esos planteas estaban pintados sobre un plano y no eran esferas.

Pero claro, yo no me conformaba con eso. Me llevé con mi imaginación ese juguete al espacio, donde no hay rozamiento, y pensé que si una vez imprimida la aceleración inicial al juguete para que girara, éste lo haría indefinidamente, y que si esos planetas pintados sobre la superficie fueran esferas, lo harían indefinidamente… como los planetas del sistema solar verdadero. Entonces…

¿Cómo se podría distinguir ese movimiento circular de los planetas de juguete del que realizan los planteas sobre su movimiento alrededor del sol?

Si no se pueden distinguir, o fueran tan parecidos, ¿por qué se necesitaría definir una fuerza de gravitación para explicar el movimiento al estilo de Newton?, ¿No bastaba simplemente con describirlo, como había hecho Kepler?

Si necesitamos definir una fuerza de atracción, ¿por qué los astros no colapsan simplemente unos con otros por la fuerza de la gravitación y tienen que dar vueltas?

¿Cómo de constante tiene que ser esa fuerza de gravedad que mantiene el equilibrio perfecto por siempre entre los astros y no se nos viene la luna encima de un momento a otro, o acabamos estrellados (nunca mejor dicho) contra el sol? ¿Nunca se agota ni tiene perturbaciones? ¿Qué es la que la genera?

¿No podría ser que algo o alguien hubiera imprimido un impulso inicial a los planetas, de forma totalmente distinta a la experiencia que vemos (nuestra  percepción) y quedaran simplemente girando unos en relación a otros y eso de la “fuerza” es un artificio para hacernos entender mejor?

Y aún había más: vale, yo imprimo una fuerza vertical al juguete y los “planetas” pintados se mueven circularmente… pero si la fuerza de gravedad provoca el movimiento de los astros verdaderos, ¿quién o qué la transmite entre los cuerpos celestes?. ¿Cómo sabe un cuerpo celeste que otro lo está atrayendo, cómo le llega esa información? ¿Hasta qué distancia actúa efectivamente la gravedad? ¿Y cuál es el cuerpo que se tiene que  mover antes, el atraído o el que atrae? ¿Cuál de los dos se queda inmóvil y cuál inicia el movimiento?

Así que ahí estaba yo sentado dándole al artefacto, gira que te gira, piensa que te piensa, haciéndome todas estas preguntas, esperando a que terminara la clase y planteárselo al padre, sin prestar atención a lo que pasaba en el aula, cuando súbitamente escuché que el padre me decía:

-          ¡Niño Vicente!, ¡Niño Vicente!, ¡despierte!, ¡se distrae usted con una mosca!






domingo, 10 de abril de 2011

Este chiquillo no nos escucha

- "¡Vicente!, ¡Vicente!... ¿Vicente?... ", Me repetía, insistía y volvía a insistir mi madre, mientras yo, de espaldas a ella y de frente al refrigerador, daba la impresión de, efectivamente no darme cuenta que hacía ya varios minutos de que no respondía a los contínuos cariños y atenciones que mis padres tenían conmigo.

- Visente, - así pronunciaba mi Madre el nombre de mi Padre-, este chiquillo no nos escucha. Tengo mucho miedo, a ver si va a estar sordo... Todavía no ha cumplido 6 años y cada vez nos hace menos caso...

- Ana María, (así llamaba mi padre a mi madre) pero si eso es muy fácil de averiguar, -sentenció mi padre-: lo subimos a uno de mis colegas otorrinos que hay en este mismo portal (en el edificio de viviendas donde viviamos, habia cuatro o cinco médicos con sus respectivas consultas privadas, entre ellos, mi Padre,que era oculista), y salimos de dudas inmediatamente.

Así que al día siguiente me vi en la consulta de uno de los vecinos y colegas de mi padre metíendome ese desagradable cono negro  con una deslumbrante y minúscula luz por el oído, para hacerme una inspección de los tímpanos que explicaran mi falta de respuesta a los estímulos auditivos que mis padres continuamente veían frustrados al no hacerles ni caso cuando me llamaban.

No recuerdo bien la conversación, pero me dio la impresión que el doctor, al no haber una infección o defecto visualmente detectable, debió achacar a la mera suciedad típica en los niños que se meten de todo por los oídos el posible hecho de no tener una buena audición. Quizás ese exceso de cera era el culpable de ello, o quizás no. El hecho es que a las pocas semanas, bajo la recomenación del doctor-vecino.colega-otorrinolaringólogo, mis padres organizaron una visita a una clínica quirúrgica especializada para "operarme de los oídos". Aquello sí que sonaba grave y recuerdo incluso haberme preocupado, o al menos, intrigado por todo aquello. Se me antojaba una aventura, aunque no entendía muy bien qué implicaciones tenía para mí eso de estar "enfermito de los oídos"

Así que al poco tiempo, tomé el tren con destino a Barcelona para aquella mi primera aventura viajera. Recuerdo perfectamente que fuimos mi madre y yo en un vagón, de los que por dentro todavía estaba compartimentado. Estaba por dentro todo hecho de madera, y la verdad, me resultó cómodo. Supongo que me echaría a dormir todo el viaje, que por entonces debía ser bastante largo.

Llegamos al hospital y allí me hicieron ponerme en una cama que me pareció gigantesca. Dormí toda la noche algo preocupado y a la mañana siguiente, recuerdo que me pincharon con una jeringuilla (las odiaba, las odio y siguen dándome mareos solo de verlas). Cuando más tarde me desperté, noté una sensación extraña. Algo me presionaba las orejas. Eran sendos esparadrapos con algodón en cada una de ellas, que, ahora sí, me impedían oir con claridad. Miré a mi alrededor y allí estaba mi madre observándome. Cuando ella se dió cuenta que ya había vuelto en mí tras lo que después me indicaron que fue una intervenciónen un quirófano, se dirigío visiblemente preocuada a mí y me dijo....

- ¿me oyes? ¿me puedes oir, hijo mío?
- Mamá, claro que te oigo, como siempre. Bueno, ahora un poco raro por esto que tengo aquí.
- No te preocupes, esos esparadrapos te los ha puesto el médico. Vamos a ver si es verdad que oyes bien.

Ella se levantó de la silla y se acercó a la televisión que allí había y trató de conectarla. Pero no logró hacerla funcionar, pese a haber pulsado el botón correcto.

Así que ella, determinada, salió a pedir ayuda a alguna enfermera. Regresó casi de inmediato con cara de interrogación, y echando mano a su monedero. En realidad, hacía falta echar unas monedas a un aparatito que había detrás del receptor de TV para que estuviera un rato conectado. "estos catalanes... "- murmuró de forma simpática. El televisor se encendió y comenzó a salir un señor hablando, en lo que resultaron ser los servicios territoriales de TVE en Cataluña.

- ¿Puedes oir también el televisor así de bajito (por el volumen limitado)?.

- Sí mamá, lo oigo perfectamente, pero no entiendo mucho. ¿En qué habla ese señor?.

- Ah, claro. Está hablando en catalán. Fíjate y verás como lo entiendes. Es muy parecido a lo que nos escuchas hablar a tu padre y a mí entre nosotros y tus abuelos, pero con  otra forma de decir las frases y las palabras.

- Es verdad mamá, lo entiendo, pero no me gusta como suena.

- A mí tampoco, Vicente.


Lo último que recuerdo de ese viaje es que al salir del hospital, me emperré es que quería un juguete. Pensé que si en mi cuidad alrededor de mi casa había tres jugueterías en las que me distraía viendo los escaparates e imaginando cómo sería jugar con cada una de esas llamativas cosas llenas de color, lo de Barcelona debía ser la repera. Con lo grande que era Barcelona por lo que me habían dicho, debía encontrar cientos y cientos de jugueterías y miles y miles de Juguetes en ellas. Pero no. Mi madre me sacó a dar un paseo por los alrededores y lo único que pudimos encontrar era un Galerías Preciados donde mi madre, desesperada, le pidió al dependiente que le ayudara a encontrar algo que me gustara. Conseguí llevarme un modelo en minuatura de un coche mercedes, y mi madre le compró también un traje de sueca, con zuecos y todo , a mi hermana mayor.
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Han pasado 35 años desde entonces. Siempre he tenido conciencia de aquel episodio. yo tenía 6 años recién cumplidos. A mi madre le continúa asombrando la claridad con la que recuerdo aquel pasaje y otros de mi niñez. Y lo mejor de todo es que recuerdo perfectamente porqué yo no respondía mis padres cuando me llamaban.... aunque les oyera perfectamente.

El día de la conversación que describo al principio, yo estaba de espaldas a mis padres y de frente al refrigerador, sí. Y estaba ocupado... pensando e imaginando.

En el refrigerador había "pegados" unos imanes, como los que hoy en día todavía se utilizan para adornar o sujetar papeles y facturas en las puertas de la nevera. Yo llevaba un buen rato absorto manipulando, observando y experimentando con esos artefactos...¿porqué no se caían al suelo como el resto de las cosas?, ¿donde estaba el "pegamento" que los sujetaba a la puerta del refrigerador?, ¿Porqué no se sujetaban ni a la pared, ni al suelo, ni a la mesa camilla de madera, ni en mi cara?. ¿Porqué no estaban calientes ni fríos?

¿Porqué uno notaba la fuerza del imán cuando lo acercaba lo suficiente a la puerta, pero no si lo alejaba solo un poquito más? ¿De dónde salía esa fuerza? ¿Si eso era un dispositivo, como el Scalextrix. el ibertren, o lo que fuera que sea... de dónde sacaba la fuerza para pegarse? ¿Donde tenía las pilas? ¿Porqué llevaban ahí desde siempre y nunca se caían?.


Yo estaba tocando con mis dedos la puerta del refrigerador , mirándolo cuidadosamente de cerca a ver si descubría cuál era el truco, haciéndome todas esas preguntas, cuando mi madre, agarrándome suavemente un brazo dijo:

- "Visente, este chiquillo no nos escucha"